Era una mañana de frío invernal, las mustias farolas relampagueaban al son de los pasos de los indefensos individuos que como alma en pena acudían tiritando de frío y de tensión a sus respectivos trabajos. Todos con la mirada agachada, todos contemplando entristecidos la embrutecida acera raída que como una serpiente grisácea devoraba sus esperanzas e ilusiones. La acera era gris, el cielo era gris, el amarillo de las farolas era gris, hasta el maldito olor parecía gris.
Él marchaba igual que todos, con su mochila colgando se arrastraba indeciso hacia delante, como un combatiente tras las líneas enemigas, despacio, cansino, repetitivo. Hasta la música de su ipod le parecía monótona, igual de monótono que el colegio que le esperaba. Vacio, lúgubre, aburrido. Hizo ademán de golpear el aire como queriendo lanzar todo por la borda, se alisó el pelo, cambió de canción. Y de pronto, lo vio.
Entre la muchedumbre de hombres y mujeres grises, de mirada torva y lánguida una sonrisa captó la mirada del muchacho. Era un anciano de traje claro y bombín oscuro que avanzaba lento pero ligero, paseando a quinientas sonrisas por kilometro. Andaba como silbando entre dientes. Sin música, sin bolsas ni mochilas, solo un bastón recio que más parecía servirle de batuta que de apoyo.
Extasiado el joven no podía deja de observar la luz que desprendía el anciano, y ese fue el motivo, claro, por el que no vio la farola que tenía delante y chocó de lleno contra ella, quedando tendido en la calle inconsciente hasta que un perro y su dueño tropezaron con su cuerpo enmohecido.